Artesanía: expresión material de la memoria
Artesanía: expresión material de la memoria
Las tradiciones artesanales en Trinidad de Cuba vienen de muy lejos, de siglos. A lo largo de quinientos años han otorgado sentido no solamente a los objetos, sino también a las palabras, a los gestos, a la cotidianeidad. Era 1587 cuando el “vecino de la villa nombrado Cristóbal Martel” se encontraba “ofreciendo mercadería propia para obras de lencería”. La villa había sido fundada en 1514 y despoblada en 1520 por los viajes de conquista.
Para 1570, en el Caribe comenzaba una intensa circulación ilícita —comercio de contrabando — que se va convirtiendo en una alternativa a las disposiciones españolas que imponen el monopolio. Por ese mar llegarían a Trinidad el café, la caña, y hasta la imagen del crucificado que aún se venera. Con destinatario, pero sin remitente: también llegarían así las labores manuales y los saberes que las acompañan.
Habrían necesitado de mucho coser y remendar para poder mantenerse vestidos a lo largo de los primeros siglos. Y en ese vaivén de costumbres y gentes llegarían a perfeccionarse las labores de aguja. Por eso pudieron llegar a nuestros días las primorosas lencerías adornadas a mano. Las que sobrevivieron y se conservan son del siglo XIX, realizadas en pleno esplendor de la economía de Trinidad y sus valles.
La presencia de un barro con condiciones idóneas para la alfarería facilitó el desarrollo temprano de esos trabajos en la zona, sobre todo la fabricación de tejas criollas, tejas acanaladas que se moldeaban en el muslo del propio artesano. A mediados del siglo XVIII se documenta la venta de un tejar en el Valle de Santa Rosa, al oeste de Trinidad. También la presencia de tenerías en el área.
Se dice que en 1775 ya existían 698 casas, de las cuales 58 eran de tejas y el resto de paja. Las tejas comenzaban a encontrar su lugar. Ya para entonces, la alfarería incluiría la producción de porrones que, con los sombreros de yarey, fueron y son compañeros inseparables de la plantación y la cosecha. Y, naturalmente, los cueros curtidos en las tenerías, además de servir como objetos de cambio para el comercio de rescate, les darían trabajo a los primeros talabarteros y zapateros
En 1713 había llegado a las costas de Casilda una imagen de Cristo crucificado. En 1716 se celebra la primera procesión de Semana Santa. Se inaugura una tradición que todavía está viva. En 1813, concluyen las obras del Convento de San Francisco, dotado de sonoras campanas. Ya tenemos un fundidor en Trinidad.
En 1827 el censo refleja la llegada de inmigrantes provenientes de Santo Domingo, Florida, Haití, América española, las Islas Canarias, Alemania, Dinamarca, Estados Unidos, Francia, Inglaterra e Italia. Todos pudieron ser responsables de traer los gestos creativos que todavía conocemos.
El espíritu cosmopolita se instala en la ciudad, se construye febrilmente. Los trabajos en madera constituyen los elementos más sobresalientes de las construcciones que fueron erigiéndose a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, y continuaron a lo largo de un siglo. Los techos son de alfarje formando estructuras ensambladas, en las cuales el elemento conocido como tirante o llave es el que cierra la estructura.
Las techumbres se complejizan a finales del siglo XVIII: se realizan decenas de diseños diferentes de tirantes, se decoran las piezas con dibujos en tinta o pirograbado sobre el color natural de la madera. Las destrezas se van expandiendo a los artesonados, la marquetería y el mobiliario. Los carpinteros no se detuvieron hasta el mismísimo siglo XX, cuando dejaron en la iglesia y sus altares la impronta de su laboriosidad.
En 1862, Jacobo de la Pezuela consignaba —en las tablas de población según oficios de su Diccionario Geográfico, Estadístico e Histórico de la Isla de Cuba— que ejercían en Trinidad 189 albañiles, 55 alfareros, 44 herreros, 24 plateros, 207 sastres, 194 tabaqueros, 729 costureras, cifra esta última que probablemente se refería a todas las personas que exhibían esa habilidad en la villa; 223 tejedoras de sombreros. Las costureras y las tejedoras de sombreros son mujeres, y así se consignan.
Pero la decadencia comenzaba a hacerse sentir. En 1846, el Valle había producido la mayor zafra azucarera de su existencia. Algunos propietarios han comprado tecnología más moderna. La caña es insuficiente para las nuevas máquinas y las tierras están exhaustas. Los puertos no bastan para el embarque de la producción. En la medida en que el siglo se precipita hacia su conclusión, la Guerra de Independencia y su tea incendiaria se ensañan con la base productiva del país. La concurrencia de todos esos factores deja al Valle en total estado de devastación.
Sin otra vía de comunicación que el tren y los vapores de cabotaje, en medio del total aislamiento, los habitantes de Trinidad se aferraron a los viejos rituales y a las tradiciones centenarias, entre los que el inmutable curso del calendario litúrgico marcaba la pauta. Durante la primera mitad del siglo XX, los habitantes de la ciudad, desprovista de industrias y medios de trabajo, vivían del recuerdo de los esplendores del pasado. Las tradiciones artesanales propiciaban como nunca su dosis de belleza y espiritualidad y se convertían en un refugio frente la esterilidad y la desidia.
Alrededor de 1940 Trinidad es declarada Monumento Nacional, gracias al esfuerzo de los abnegados trinitarios que, por esas fechas, fundaron la Asociación Pro-Trinidad e inauguraron un trabajo sistemático para su puesta en valor.
En 1952 y 1956 se abren al fin las carreteras a Sancti Spiritus y Cienfuegos, pero la vía férrea que funcionaba desde 1919 se encarga, durante las décadas de los años cuarenta y cincuenta, de trasladar a Trinidad notables visitantes que se encargaron de divulgar sus valores arquitectónicos e históricos y también dieron a conocer la excelencia de sus tradiciones artesanales.
En 1942, en su libro Trinidad, la secular y revolucionaria, Gerardo Castellanos consigna: “…manteniendo destellos del pasado, la cerámica con barro rosado, que es fino como porcelana, ha mantenido su actividad en variada producción sin fallar… preciosas jarras que refrescan el agua hasta darle sabor de gloria, y los típicos porrones que hay que empinar para que en la boca caiga el refrescante líquido… La calidad del barro trinitario es la que ha dado crédito a sus ladrillos y tejas…”.
Y en 1943, Anita Arroyo de Hernández, como parte de la enjundiosa investigación que culmina en su obra Las artes industriales en Cuba, cuenta como “…En Trinidad se trabaja la malla, predominando la negra con bordados en negro o en colores, en la que se bordan velos de misa, mantillas, sobrecamas y cortinas…”. Se está refiriendo a la malla, una destreza totalmente perdida y que se basa en la misma técnica que la confección de atarrayas, arte de pesca que fue muy popular entre los pescadores de las costas trinitarias. Malla y atarrayas ilustran de qué manera una misma técnica artesanal puede dedicarse tanto al trabajo y a la búsqueda del alimento indispensable, como a la confección de objetos suntuarios portadores de una belleza indiscutible.
La misma autora continúa refiriéndose a las labores de aguja en la ciudad de Trinidad a mediados del siglo XX con la siguiente afirmación: “En ropa de cama y de mesa, los bordados e incrustaciones alcanzan perfección extraordinaria, pero son los deshilados y las randas bordadas las que mas llaman la atención de estas artes trinitarias de la lencería”. Y continúa: “Lo más interesante de esta labor es la variedad de dibujos y la infinidad de randas diferentes…. Se conserva en Trinidad una lexicografía local utilizada por las bordadoras de la población desde tiempos remotos, para reconocer los bordados hechos sobre los deshilados: “la baraúnda”, “la semillita de melón”, “la cascara de piña”, “el farolito”, … “la regañona”…etc”. Curiosamente, ese “léxico trinitario”, con ligeras variaciones, ha sobrevivido.
Las artesanías trinitarias no han dejado de acompañar por cinco siglos la historia de la villa. En los tiempos que corren bordan y tejen hombres y mujeres. Ahora mismo, en infinidad de patios y rincones de las añejas casas, nuevos artesanos utilizan los saberes heredados para crear una obra personal, probablemente con aire contemporáneo, provocando la ruptura que se necesita para el desarrollo.
Claro que tal ruptura tendría que estar acompañada por el cuidado de la continuidad, que es el otro elemento que garantiza la salud de cualquier movimiento artístico, de cualquier manifestación del arte, hasta de la más popular. Habría que insistir en la idea de que no se extinga la vigencia de los saberes heredados, que permanezca el apego a la belleza que permitió que el alma de Trinidad no se destruyera. Esa puede ser la motivación que otorgue sentido a la vida de sus pobladores en los próximos quinientos años.
Sería una muy merecida muestra de gratitud hacia los artesanos que protagonizaron la historia de la ciudad y que, en el esplendor lo mismo que en la ruina, han resistido durante cinco siglos con una respuesta laboriosa y digna; los voluntariosos trinitarios que construyeron su identidad y su cultura sobre la difícil y anhelada supervivencia.
Bibliografia
Arroyo de Hernández, Anita: Las artes industriales en Cuba. La Habana, 1943
Béquer Medina, Manuel de J.: Trinidad de Cuba. Historia, leyenda y floklore. Colombia-Canadá, 2008
Cabrera, Lydia: Itinerario del insomnio: Trinidad de Cuba. Miami, Florida, 1977
Castellanos, Gerardo: Trinidad, la secular y la revolucionaria. La Habana, 1942
González Béquer, Cristina: Hecho a mano en Trinidad de Cuba. New York, 2013
Marín Villafuerte, Francisco: Historia de Trinidad. La Habana, 1945
Fuente: Revista Pauta